viernes, 13 de junio de 2008

Tv Medusa


Azul Schtroumpfs

En las pálidas tardesyerran nubes tranquilasen el azul; en las ardientes manosse posan las cabezas pensativas.
Autumnal, Rubén Darío, en Azul

Azul como el golpe que mi padre le dio a mi hermano en pleno rostro una mañana de agosto de 1989, mientras reñían. Azul como los primeros intentos que tuvo el asma en mi cuerpo las noches de verano en donde yo era un costal sin freno y sin aire escarbando entre las esporas del oxígeno. Azul como las venas de las manos de Vanesa que luchaban contra mi fuerza mientras bailaban en la sala de su casa evitando que la tocara, que la besara, que la siguiera deseando. Azul como las pequeñas bragas de Clara que cayeron al suelo esa tarde de enero de 1997 para dejarme ver, por primera vez, la desnudez y la dicha de lo terrible. Azul como el cielo de junio que ocupó mi padre para llevar a su amante a la casa y gritarle a mi madre que era fea y torpe. Azul como aquellos calzones que él llevaba puestos cuando en medio de la noche me despertaron los gritos de mi madre en su habitación y él la golpeaba con fuerza y rabia. Azul como los moretones que se le hicieron en las piernas y en los costados. Azul como el cuello de mi amigo el Ocio que pendía de su cinturón y su árbol una madrugada del 2007 frente a su casa, frente a vacío de la muerte. Azul como las tardes del domingo que vagaba por las calles de la ciudad entregado a una rabia infinita de flores y humo. Azul como los ojos de mi hermano después de una brutal pelea contra los federales una noche de abril cuando veníamos abrazados por el alcohol y la hermandad y el miedo estaba lejos quizá en Vietnam o en Medellín. Azul como la luz que vi afuera de la secundaria doce en una pelea multitudinaria. Azul como un resplandor o un fósforo que se prendió dentro mi cabeza aglutinante y maléfico y que me llevó a percibir el frío y el metálico aroma de la sangre. Azul como el traje de mi amigo Raúl Campos Beltrán que murió una noche en una carretera negra y cruel al sur del estado. Azul como las corbatas que usaba y la camisa que en su funeral los encargados del velorio plancharon y perfumaron en pleno día. Azul como el cuerpo de mi primer hijo abortado y enterrado bajo los geranios del jardín de mi madre un 19 de octubre de 1999, cuando no teníamos ganas de quedarnos quietos y teníamos miedo de perder algo que perdimos años después, con calma y sin darnos cuenta. Azul como las uñas de la mano que encontramos detrás de mi casa entre un sostén y unas bragas manchadas de sangre, entre la mierda. Azul como la cara de Pierre Culliford aquel 24 de diciembre de 1992 cuando su corazón se cansó de maquilar hazañas y Les Schtroumpfs. Azul como un libro. Azul como un ave que parece en algún paraíso que no es aquí y que nunca es en ningún lado. Azul como el cielo de San Luis Potosí, 38 grados a la sombra padeciendo una cruda demandante y soberbia. Azul como el tatuaje que rodea la espalda de Laiza como si fuera un mantram vistoso y florido. Azul como la nostalgia de la antigua ciudad, del antiguo cine Morelos o el cine Rex o el cine Florida. Azul como el polvo que se desprendió cuando demolieron la casa de Enrique Carniado y dejaron una placa que inaugura un estacionamiento tierroso y seco como la historia de esta ciudad. Azul como los botes de lágrimas que juntaba Esther Martínez, mi abuela, a lado de su cama para recordar la muerte de mi abuelo. Azul como el odio que mi abuela materna le tiene al mundo entre las espinas de su bipolaridad, su descontrol, su rabia, su constante indignación. Azul como los abrazos que de vez en cuando me daba mi madre antes de dormir, después de que mi padre blandiera su cinturón en nuestras corvas. Azul eternamente azul hasta el hartazgo.

Les Schtroumpfs (Los Pitufos), creados por el caricaturista belga Peyo (Pierre Culliford) en 1958. La serie animada, producida por Hanna- Barbera, invadió la tv mexicana de 1983 a 1994
(el cuadro es un de un pintor chicano llamado Adán Hernández)

miércoles, 4 de junio de 2008

Fui a la playa a buscar algo perdido en Matamoros


El resultado de la espora, en estos días de lluvia y frío. Regresamos de Matamoros completamente desvastados, catorce horas de camino en un camper, como no nacidos aquí, como cometiendo un delito. Apenas nos alcanzó el cuerpo para llegar, para regresarnos. Apenas nos alcanzó el aliento y la carne comida por los insectos y el calor cuarentagradoscentígradoscomouninfierno.
La ciudad se presentó como todas la ciudades, simple como un escupitajo en la cara, un golpe a la mitad de la mandíbula. Lisa como una tabla de piedra en medio de un sofoco, una gota de sudor que escurre por el pavimento y los cuerpos de los perros nauseabundos aventados e inflados al final del camino.
Todo se pudre en matamoros: el agua, los ojos, la ropa, el cabello. Apenas se puede comer, el calor lo desgasta todo y lo consume parecido a un fárrago de mierda, porque el cuerpo en el calor es un fárrago de mierda o abono o pestilencia o algo.
Bebí desesperadamente el sábado en la madrugada. El sol me despertó a las tres de la tarde en un sillón sacado a la calle por una mano piadosa, seguramente. No recuerdo gran cosa, sólo a los Pixies sonando fuertemente en un auto azul y una plática que iba de the Cure a Sonic Youth y el primer disco de Metallica. Bebimos cerveza hasta que se consumió entre nuestras manos y nuestro sudor de madrugada a treinta y ocho grados. La madrugada perfecta en medio del azufre.
Extrañamente no hice amigos, sólo sombras que estuvieron junto a mí en una charla infinita que terminó en una brutal despedida, sin abrazos, sin direcciones, sin buenos deseos. De ellos no tengo nada, ni ellos de mí, acaso recordarán, si es que lo hicieron, una fiesta más de las millones o centenas. Mientras tanto yo recuerdo el calor y algunos nombres sin apellidos que revolotean en el trópico de la resaca.
La playa de matamoros parece sucia en medio de todas las playas del mundo y parece vieja y triste, apenas adornada por una sonrisa que es la gente de trajes de colores que juega entre las olas delgadas de la tarde. Quisimos regresar a esa playa porque nos gusta ver el mar y su broquel irremediable en el labio del cielo. Quise regresar —esto nadie lo supo— porque la última gran foto de los amigos fue en esa playa, con el Ocio vivo, hace más de siete años, todos jóvenes, todos ebrios, todos felices después de tres días de música, alcohol y fiesta interminable. Quise regresar por esa foto, por ese instante que ya no estaba, lo sabía, pero aún así quise estar ahí para encontrar entre las ruinas de la arena un poco de esos tiempos más amables y risueños.
El calor lo esconde todo tras su manto estrellado y famélico.