miércoles, 22 de octubre de 2008

La fiebre y la cicuta

Se fue el fin de semana como se van las moscas tras la mierda. La palabra maravilla no termina de gustarme, pero sé que he quedado maravillado. Deslumbrado entre las capas de luz que su cuerpo puede segregar como una fruta. Y sí, el fin de semana pasó como pasan los ojos de los oficinistas por las tetas de las secretarías (honestamente y veloces como una bala). Gabriela apareció de nuevo y la tierra se abrió (al menos la tierra de mis manos y mi cuerpo y mi cabeza regordeta) y el tiempo (esa mancha sin sentido) desplegó las medias sobre el buró para dejar entrar el miedo y el deseo y la inconformidad de este mundo infecto.
Sentí entonces que ya no figuraba entre nosotros aquel espacio en blanco que nos separa y nos mantiene alejados y de espaldas (Magritte se ha quedado corto). Me equivoqué. La distancia continua ante nosotros, es un escalpelo de hierba que nos impide, que nos separa.
A veces lloro sin querer. La imposibilidad, el dolor de no poder. La agonía que se repite, una oración atribuida al desasosiego. Ella se aleja con saña, con cierta inevitable malevolencia. No sé cuanto soportaré, cuando podrá soportar mi cuerpo aquellas yagas. En realidad, las ventanas del mundo se me cierras como gargantas inflamadas. Nunca pensé que fuera tan difícil, tan turbio.
El fin de semana se largó como se largan las putas beliceñas en un hotel junto a la playa. Pasó tan rápido que apenas una espina se clavó en la pierna, en algún lugar del brazo, en cualquier parte. Gabriela, que se inunda y se desborda en una lejana bahía a la cual nunca llegaría con vida, cerró los ojos bajo una luna carnívora, a mitad de los muebles del mundo, cual daga, cual guillotina, cual arma sanguinaria, cual toxina entre las uñas y los párpados.

martes, 7 de octubre de 2008

Fin de semana

El fin de semana fue turbio y octasílabo. Fuera de tiempo en este tiempo que lucha desesperadamente por pertenecer, por permanecer aquí, sin perderse. Un bypass, un paro cardiaco o una instancia fuera del calendario cívico. No existió la realidad, las 24 horas comunes, el tiempo que se desliza como un lagarto. Hubo, en cambio, una torva animal que recorría los segundos que no eran, las trampas que no eran. Arriba de una flor que no existía en realidad, se suponía sobre el vapor del alcohol y el fuego del cigarro (esa brisa). No supe (como nunca sé) el contrapunto en el que se movió la melodía, su acelerado paso, su girar hacia la nada en un hueco que más parecía Mr. Hole de Berkowitz. Surgió de repente como anhelo y fue una revolución tal, un impacto tal, que me recordó la vez que me rompieron el brazo en una pelea en la secundaria, una pelea que yo no inicié y me tocó. La recuerdo. Así fue el deslumbramiento, así fue la llegada de ese tifón de fuego que ahora reposa estancando en mis labios, en mis brazos, en mi cuerpo de torpe topo turbio. Y entonces nadie puede negarme esa noche. Ni mi madre que fue a mi casa la mañana del lunes 6 de octubre después de meses sin verla y me dijo que no tomara, que no cagara mi vida así, que no me dejara caer como antes, que no me desvaneciera en ese tul que en mi vida ya ha estado raído. Le dije que sí para tranquilizarla y en cierto momento me convencí de ello. Traté de vender mi usb por dos pesos en un lugar de Calix, completamente ebrio, completamente sucio; sólo quería regresar a casa, que es, por mucho, el fin del camino y dormir, que es, al fin, el reposo del deseoso. Esa mañana no hablé solo como la mañana de octubre de 2007 cuando hablaba solo camino a casa mientras recordaba a no sé quién. Es ganancia.
Pero ese fin de semana fue revelador, terriblemente revelador (ver una Furia). Gabriela se plató como una profecía aterradora, como el anuncio de mi muerte, el augurio de que estoy entregado a consumirme, a largarme de mi cuerpo, a perderme. No tengo miedo. La veía luminosa dentro de una cueva pestilente, sucia, cercana al sismo que regurgita, al pájaro mecánico de Elizondo, al nervio de los árboles (las manecillas de las estrellas y su vómito). Yo sé que terminaré desahuciado, con otro brazo roto, con las uñas trizas; aún así no importa. Al menos, sobre todas las noches y todas las eras y todos los castigos (que supongo nunca vendrán) esa noche fue mi noche, escribimos esa noche, lo hicimos con letra palmer en la hoja en blanco del futuro.
Ahora por momentos me duele la cabeza, me sudan las manos y dejé el trabajo del redalyc para trabajar en la novela. Aún recuerdo esa cercanía que abría los mundos.

viernes, 3 de octubre de 2008

Olor 1

Gabriela huele al respiro de la menta, al pasto domeñado en madrugada; huele al calor del único beso que me dio mi padre antes de perderse para siempre; huele a la canela que surge en la cocina de noche, ya en pijama; a cobijas nuevas, a radiantes explosiones del pasto, a hierba trasparente un día de campo frente al sol; huele a lo que huelen las nubes y el humo de la tierra, a volcán, a mariposa y vuelo, huele a ropero, a madera seca, a un torvo mirar, huele a ese olor que dejan los cerezos cuando caen. Huele a niebla, a sonrisa, a abrazo entre las lágrimas. Gabriela huele a la espuma del Caspio, a envoltura de cacao, a paquete de pimienta, a bote de helado, a zapato nuevo, a tarta de frambuesa sobre una mesa de barro; huele al fin del mundo, a la explosión del arcoris, a tabaco mordido por la oruga, huele al movimiento de los enamorados, huele a relámpago, a promesa, a un poema de Lezama, a baile entre ciegos, a los vertederos de sangre de Mictlan, a curado de fresa. Gabriela entonces, huele al polvo que cubre las vitrolas, a las telarañas que reposan en los cuadros de San Jorge, a los pasos de las hormigas que dormitan, al requiebro de los faunos, al zumbido de la guillotina que cae, al alarido de los tormentosos, al éter y al topo, entre la centuria y el siglo, huele al tiempo que sucede de repente, a la estela que presume de cometa, huele a todos los sueños que he soñado, huele todas las casas que he vivido, Gabriela huele a la humedad de los abrigos de mi abuela, a su trenza casi cana y su olor a pergamino. Gabriela huele al aleteo de las aves que transmigran, al reposo de los gatos que pernoctan. Huele al olor de los párpados cuando se cierran, muertos de sueño, hartos de soportar tanta fatiga.