martes, 16 de septiembre de 2008

16 septiembre en la oficina que huele la casa de mi abuela

Antes de la lobotomía. Ahora no siento gran cosa. He tenido un ejercicio espiritual increíble: nada. Tengo 28 años y nunca antes me había sentido así. Cuando estoy con Laiza pienso en otra cosa, en el trabajo, muchas veces. En las mujeres del trabajo, para ser más exacto. No es gran cosa. Siempre he peleado por no sentir ningún afecto gastado. Siempre mantenerme al margen de lo establecido, ¿por qué? No sé, en realidad siempre creí que haría algo sorprendente en esta vida. Estaba equivocado. Nací para ser un perdedor. Digo, un perdedor real, no un perdedor de aquellos que no tienen dinero o no triunfan en su vida de competencia. No. Un perdedor de aquellos que han caminado por la vida con los brazos abajo; aquellos que han tenido las oportunidades y se han quedado en el umbral y se contentan con decir: ¡qué de cosas pude haber hecho! Esos perdedores que niegan, después de una batalla profunda, el grito infame de la fama y se esconden tras grilletes y pretextos (que para algunos son objetos de igual raíz) y siempre están en la posibilidad. Desde ahí, sin duda, me muevo con miedo y sin confianza, pero me muevo, irremediablemente me muevo.
Trabajo en radio y luego no sé qué decir en el micrófono. Sé que algunos me matarían por estar en el lugar en donde yo estoy, lo sé, pero bueno, yo siempre he querido estar en otro lugar (aunque este no me desagrada) y no lo estoy. Digo, todos se joden en esta ciudad y en todas. Por lo pronto me siento alejado y creo que mi relación con Laiza sirve de catalizador (esa palabra tan de taller mecánico) para el mundo. A veces pienso en una mujer que me gusta. La pienso mucho o de vez en cuando. Trabaja en el radio, del otro lado de las oficinas. Digamos que es una gran locutora que se mueve en el mundo como el polen flota por el aire. Así de versátil es, de viva (una serpiente de polvo). Me gusta. Pienso de más en ella, pero no puedo permitirme pensar en ella, ni mucho menos. Ya no tengo derecho, no tengo derecho a querer a otra persona. Me tortura, de verdad me tortura siquiera pensar en escribirle algo. No, simplemente no. Es un tormento pero le veo la cara en todos lados. Apenas me habla, lo sé, apenas sabe que existo y de pronto ya estoy cayendo en el juego que siempre negué jugar ¿me doy cuenta? A ella no le importa y a mí, irremediablemente me carcome lso dedos y las uñas y los ojos y mi vida que poco a poco se va por el caño parecida a la sangre de un cadáver abandonado en la tina del baño.
Entonces Gabriela se parece ahí y clava su mirada, que apenas me observa y termina con mi vida y con mi tranquilidad, ese perfume que siempre quise conservar en la solapa. Sí, yo amo a Laiza, me divierto, pero… pero Gabriela erigida por el olor de otro canto y otro mundo en mi ridícula fisonomía de adúltero.

¿Por qué creo menos en las cosas?

No hay comentarios: